sábado, 20 de abril de 2013

MONISMO Y DUALISMO EJECUTIVOS. MENCIÓN ESPECIAL AL ENTRETENIDO CASO FRANCÉS

[Antes de leer este artículo, échenle un vistazo a este vídeo: https://www.youtube.com/watch?v=3QAekd5A1iI]

Una de las cosas que menos me gustan de una Monarquía Parlamentaria que ya de por si no se puede decir que me guste nada de nada es precisamente el hecho de que "el Rey reine pero no gobierne". Esa es una de las máximas de nuestro actual régimen político aquí en España, y es una de las afirmaciones que más me repatean el hígado y me tocan la moral. En el sentido de que uno se queda diciendo: "¡Coño! ¿Entonces para qué lo queremos? ¿No puede hacerse perfectamente cargo de sus funciones un cargo electo?"

Sin duda alguna, no preferiría una Monarquía Absoluta a la actual. E incluso se puede decir que hemos de darnos con un canto en los dientes por el hecho de no vivir gimiendo bajo el yugo del mismo despotismo regio al que estuvieron acostumbrados aun nuestros tatarabuelos o choznos. Pero, aún reconociendo que nuestra actual Monarquía es preferible a las que en el pasado hemos conocido, lo cierto es que también es conveniente reconocer que los Reyes de antaño se ganaban un respeto que hoy en día nadie siente por ningún Rey en ningún lugar del mundo occidental (ni siquiera en el Reino Unido). Por lo que a mi hace, yo directamente lo que no quiero es monarquía ninguna, ni absoluta, ni parlamentaria, ni boludo-chevique (que la hay en Corea del Norte).

De todos modos, el asunto sobre el que quiero atraer la atención de mis estimados lectores no tiene nada que ver con la Monarquía. El asunto que deseo traer a colación es el de la dicotomía que existe entre los ejecutivos monistas y dualistas. Y la opinión que me merecen unos y otros.

A falta de que se invente una fórmula nueva, hoy en el mundo existen poderes ejecutivos monistas y dualistas. Analizaremos primero los segundos, que cabe decir que son los más habituales. Los ejecutivos dualistas son aquellos en cuya cabeza se da una partición, al existir una Jefatura de Estado separada de la Jefatura del Gobierno. La Jefatura del Estado está dotada de la suprema potestad representativa, mientras que la Jefatura del Gobierno está dotada de la suprema potestad de dirección política del país.

Como se ve, el dualismo hoy día es la forma de organización del poder ejecutivo que se da en la mayor parte de los Estados occidentales. Por de pronto, se da en todas las Monarquías Parlamentarias, en las que por definición existe un Rey que es Jefe de Estado, y un Jefe de Gobierno que está dotado de legitimidad democrática -generalmente indirecta, dado que su nombramiento suele correr a cargo del Parlamento del lugar-, y por ello es quien de verdad rige los destinos del Estado. Este es el caso de España, del Reino Unido y demás Estados anglosajones de la Commonwealth, del Benelux y de las monarquías escandinavas.

Pero el dualismo ejecutivo es cosa también de repúblicas. Sirva de botón de muestra de la veracidad de ese último aserto el hecho de que en todas las repúblicas parlamentarias existe un Primer Ministro elegido por el Parlamento nacional respectivo (o por la cámara más importante de dicho Parlamento), que es quien dirige la política interior y exterior y quien, en definitiva, gobierna el país y decide el nombre de los demás miembros del ejecutivo. Además del Primer Ministro, existe en las repúblicas parlamentarias un Presidente de la República, que es el Jefe de Estado, y que puede ser elegido de modo diverso. Bien por los Parlamentos de los Estados en su totalidad, bien por algún tipo de asamblea especial de la que suelen formar parte todos los parlamentarios junto con otras personalidades, o bien directamente por el pueblo en elecciones (que suelen celebrarse a doble vuelta).

En una república parlamentaria, el Presidente de la República -pese a ser la máxima autoridad nominal del Estado, cuya más alta representación honorífica interior y exterior ostenta- no gobierna el país, cosa de la que se encarga, como dijimos antes, el Primer Ministro. Así pues, su importancia es más nominal que real. Sus funciones vienen a ser las mismas que las de un Rey en una monarquía parlamentaria, aunque con el plus añadido respecto de los reyes de su legitimidad democrática más o menos directa y del carácter no hereditario del cargo. Las funciones del Presidente son, en general, las que iremos siguientes: sancionar las leyes con su firma -a lo que suele añadirse la capacidad de vetar dichas leyes si no le agradan-, perfeccionar los tratados internacionales con los que se obligue el Estado respecto de las otras naciones, y ejercer esas funciones tan mal definidas que son las de "arbitraje" y "moderación" (que se supone que implican su deber de intervenir, en caso de ser necesario, para evitar que se enconen los conflictos políticos que se vayan suscitando).

Dentro de los sistemas políticos estructurados en torno de ejecutivos dualistas, tenemos el caso especial de Francia. El francés no es un sistema parlamentario ni uno presidencialista, sino que es un sistema semipresidencialista o semiparlamentario (como se prefiera). Es un sistema en el que existe un Presidente elegido directamente por el pueblo en elecciones a doble vuelta, junto con un Primer Ministro nombrado por el Jefe de Estado y responsable políticamente ante la Asamblea Nacional. En el sistema francés, las tornas cambian considerablemente respecto a lo que sucede en los sistemas republicanos parlamentarios. En ambos sistemas puede darse la cohabitación entre un Presidente de determinado color político, y un Primer Ministro de signo distinto.

Este fenómeno apenas tiene importancia en la marcha de la vida política de las repúblicas parlamentarias, por las escasamente trascendentes competencias confiadas al Jefe de Estado. No obstante, en Francia el de la cohabitación es un periodo provisto de especial trascendencia política. Existen buenas razones para que así sea. A diferencia de lo que sucede en la mayoría de las repúblicas, en Francia el Presidente está dotado de competencias políticas de primer orden, especialmente en materia de relaciones internacionales y de defensa, pudiendo disolver la Asamblea Nacional cuando lo estime conveniente -competencias todas las cuales en una república o en una monarquía parlamentarias habitualmente corresponden al Jefe de Gobierno-. Las competencias relativas al interior son las que quedan en manos del Primer Ministro y de su Gobierno.

El poder de la Presidencia en Francia, como se ve, es bastante grande. Además, se trata de un poder que en la práctica -no así en la teoría- resulta sumamente cambiante, al igual que el del Primer Ministro. En teoría, el Primer Ministro podría ser más o menos tan poderoso, por sus atribuciones constitucionales, como el Presidente. Pero en la práctica las cosas funcionan de una manera que poco tiene que ver con las estipulaciones constitucionales.

Intentaré explicar lo más brevemente que pueda la naturaleza del reparto de poderes en Francia entre el Jefe de Estado y el Jefe de Gobierno (modelo seguido, en el ámbito comunitario, por Portugal). Dado el poder de la Presidencia, aumentado desde que se impuso la elección directa de su ocupante (único cargo público del país elegido por toda la ciudadanía), los líderes de los grandes partidos franceses tienden a luchar siempre que pueden por la Jefatura del Estado, que es la que posee poder sobre el más impresionante fundamento del poderío internacional que de momento aun pueda quedarle a Francia: el botón nuclear. Así pues, en las épocas en las que la mayoría parlamentaria le es favorable, el Presidente es el líder del partido de la mayoría, que tiende a serle adicta a él, y no al Primer Ministro. Lo que también guarda relación con el hecho de que, pudiendo disolver cuando le apetezca la Asamblea Nacional, es al Presidente al que los Diputados de su partido (especialmente los que temen no conservar su escaño en años venideros -que son más bajo el sistema de elección de la Asamblea Nacional por circunscripciones uninominales de los que serían si la elección se sustanciase mediante el recurso a circunscripciones más amplias y a una fórmula de reparto proporcional-).

Ergo, el Primer Ministro se sabe atado por la voluntad del Presidente, y procurará actuar de manera acorde siempre a la política del Jefe de Estado, quien, en caso de no estar satisfecho con él, no tiene más que nombrar a otro político de su mismo partido que le merezca mayor confianza, y a otra cosa mariposa, pues sabe que haga lo que haga tendrá a la Asamblea Nacional junto a él (de manera que, a efectos prácticos, puede cesar al Primer Ministro mediante el recurso de obligarle a presentar su dimisión -pese a que éste poder en particular no se lo concede la Constitución de 1958-). En definitiva, que el Primer Ministro hace más de jefe de gabinete que de otra cosa. Lo que significa que sus poderes constitucionales en la práctica es como si pasasen al Presidente, que usurpa la función gubernamental reconocida por la Constitución de dirigir y determinar la política nacional. Durante estos periodos de coincidencia entre el color político de la Presidencia y el de la Asamblea Nacional, el ejecutivo funciona parecido a como lo haría si fuese uno de esos ejecutivos monistas que veremos después. Los Ministros del Gobierno en la práctica responden directamente ante el Presidente, y no ante el Primer Ministro, por más que sea éste nominalmente el Jefe de Gobierno.

Cuando, por el contrario, se da la cohabitación, el Presidente, cuyo partido no es mayoritario en el legislativo, se ve obligado a nombrar a algún político que sea aceptable para una mayoría política que le es adversa como nuevo Primer Ministro. Es en estos casos cuando el Primer Ministro de verdad ejerce sus atribuciones constitucionales, quedando enormemente reducido el poder del Presidente. El único consuelo del Jefe de Estado es que, si sus contrarios están divididos, siempre puede procurar crear disensiones entre ellos procurando nombrar Primer Ministro a una figura que no sea la del mayor de sus opositores.

Esto fue un poco lo que Miterrand consiguió en 1993 al nombrar a Édouard Balladur, protegido político de Jacques Chirac al que no se le ocurrió mejor idea que aprovechar su popularidad como Primer Ministro para intentar aspirar a la Presidencia al margen de su mentor en 1995 (elección que parecía que iba a ganar, pero que al final no solo perdió, sino que sirvió para que Chirac alcanzase la Jefatura del Estado y se vengase cumplidamente de Balladur, que pasó a segundo plano en la política francesa). Esta estratagema difícilmente puede tener éxito, porque generalmente uno de los mayores gustazos que se dan los adversarios políticos del Presidente durante los periodos de cohabitación es la humillación que se le inflige a éste al obligarlo a nombrar como Primer Ministro al peor de sus enemigos políticos. Que, generalmente, en tanto que Primer Ministro en tiempos de cohabitación, se piensa que parte en el mejor lugar para intentar conquistar la candidatura a la Presidencia de su propio partido para la próxima elección a la Jefatura del Estado (si bien los hechos no avalan esta idea, dado que solo dos Primeros Ministros, Georges Pompidou y Jacques Chirac, han ganado la Presidencia de la República tras haberse desempeñado como Jefes de Gobierno; y ninguno de ellos era Primer Ministro al ascender a la Presidencia).

Aquí, una vez más, se da una situación de hecho que la Constitución francesa no sanciona formalmente, ya que en realidad el Primer Ministro, igual que en teoría no depende del Presidente para seguir en su cargo, tampoco depende sobre el papel de la Asamblea Nacional para acceder a él. Su nombramiento compete en exclusiva al Presidente de la República, y si éste siempre ha nombrado Primeros Ministros que contasen con el apoyo de la mayoría parlamentaria eso se ha hecho solo con el propósito de impedir un bloqueo político. Al fin y al cabo, la Asamblea Nacional lo que si puede es aprobar una moción de censura destructiva contra el Primer Ministro, obligándole a presentar su dimisión ante el Presidente de la República (aunque sin sustituirle por nadie, siendo posible que el Presidente de la República, en teoría, nombre Jefe de Gobierno a quien quiera, Primer Ministro censurado inclusive). Por lo que si el Presidente nombrara constantemente a Primeros Ministros ajenos a la mayoría parlamentaria, solo conseguiría obligar a ésta a censurar a los Primeros Ministros uno tras otro. Eso sin contar con que además al Presidente le valdría de poco enrocarse en el apoyo a Primeros Ministros no queridos por la Asamblea Nacional, dado que tales Jefes de Gobierno no podrían sacar adelante proyectos legislativos de ninguna clase.

El esquema de gobierno dualista francés (que, como se ha visto, de los esquema duales puede ser tanto el más dual de los posibles en tiempos de cohabitación como el menos dual de todos y el más parecido a un ejecutivo monista en tiempo de convergencia) tenía tradicionalmente el problema de que era susceptible de generar graves fracturas en la acción de Gobierno. Durante los periodos de cohabitación, el Primer Ministro gobernaba el país, pero el Presidente gozaba de poderes tan fuertes -pese a su merma- que el país se volvía ingobernable, en tanto que el Jefe de Estado tenía permanentemente en vilo la acción del Primer Ministro y de su Gobierno. Del mismo modo, durante los periodos de convergencia, el Primer Ministro, en teoría la única cabeza del Gobierno, quedaba tan absolutamente eclipsado por el Presidente que de algún modo eso restaba la mayor parte de su dignidad al cargo de Jefe de Gobierno.

El primer problema se ha querido solventar para siempre. Las cohabitaciones se producían generalmente en momentos de baja popularidad del Presidente, cuyo largo mandato de siete años daba para muchos altibajos en ese sentido. La Asamblea Nacional no podía alargar su mandato más allá de los cinco años. Pero en el 2000, una reforma constitucional aprobada en referéndum por el pueblo francés redujo la extensión temporal del mandato del Presidente, que pasó a ser de cinco años. Y se estableció un calendario electoral en virtud del cual las elecciones legislativas se celebraban poco después de las presidenciales, justo tras la elección del Presidente -quien, por fuerza, gozaría en ese momento de una popularidad suficientemente fuerte como para que su partido se asegurase la victoria por pura inercia electoral-. De este modo, desde 2002 en adelante no se ha vuelto a producir una cohabitación. Por lo que, en apariencia, el riesgo de fractura en el seno del ejecutivo se ve reducido al mínimo. Aunque a cambio de dinamitar el prestigio del Jefe de Gobierno, convertido definitivamente en mero comparsa del Jefe de Estado. Sea como sea, en realidad la cohabitación sigue siendo posible, especialmente en caso de que las elecciones legislativas sean posteriores a elecciones presidenciales muy ajustadas. Con el añadido de que, si esto sucediese, los franceses podrían tener que soportar durante todo el mandato presidencial un ejecutivo dividido, a no ser que el Presidente haga uso de su poder de disolución anticipada de la Asamblea Nacional con el fin de recuperar la mayoría y poder nombrar un Primer Ministro y un Gobierno afines.

Llegamos al momento en que lo que corresponde es comentar brevemente las características del otro modelo básico de ejecutivos que existe en el mundo, el monista. Que, siendo menos recurrente que el dualista en los Estados de la actualidad, no obstante es más antiguo que éste. En el modelo de ejecutivo monista, no existe fractura alguna en el seno de la cabeza del ejecutivo. Existe un Jefe de Estado que a su vez es Jefe de Gobierno y nombra a los demás miembros del ejecutivo, que responden políticamente ante él.

Este modelo tiene una gran ventaja, y es la de que todos los problemas inherentes a la diferenciación entre Jefatura del Estado y Jefatura del Gobierno que se suscitan en las repúblicas que siguen el modelo de ejecutivo dualista -no tanto en las monarquías parlamentarias- aquí sencillamente no existen. El modelo de ejecutivo monista es el modelo que ha regido desde siempre en los EEUU y en la casi totalidad de los Estados hispanoamericanos. Y de este modelo poco más puede decirse, dada la sencillez del mismo y la ausencia de problemas derivados de la relación entre una pluralidad de cabezas ejecutivas que en este caso no existe. En artículos anteriores hice mención de las condiciones mínimas que considero que deben darse para que podamos hablar de la existencia de una democracia en determinado país. No es desde luego una de esas condiciones la configuración monista o dualista del ejecutivo. Tanto en un sistema de ejecutivo monista como en uno de ejecutivo dualista es perfectamente posible articular una democracia, o no hacerlo. Pero eso no quita para tener claro que uno de los dos modelos sea mejor que su contrario. Y, desde mi punto de vista ese modelo es el más sencillo y antiguo de los dos: el modelo monista.

El modelo dualista parte de la idea de que es necesario conferir la más alta representación de la nación a una figura pública alejada del centro del debate político, que sea capaz de transmitir una imagen neutral de cara al interior (con la que pueda identificarse la mayoría de los individuos que componen la nación independientemente de su color político o de su filiación partidista), y digna de cara al exterior. En el caso de las monarquías parlamentarias, todas las cuáles antes fueron monarquías absolutas (o, incluso si no fueron absolutas, monarquías donde los reyes ejercían amplios poderes), al Rey corresponde hacerse cargo de esa representación, lo que se justifica muy malamente -pero se justifica algo al menos- por la tradición.

La cosa cambia cuando este modelo se aplica a las repúblicas parlamentarias. El Presidente de la República debe procurar ser políticamente lo más neutral posible (lo que en Francia, a tenor de la profunda implicación política del cargo, no sucede ni se exige). Esto genera problemas, porque el Presidente de la República suele ser elegido entre políticos de cierto prestigio, muchos de los cuales han ejercido en el pasado cargos de gran importancia, llegando a ser miembros o hasta Jefes de Gobierno de sus respectivos países. Y, evidentemente, esos personajes que acceden a la Presidencia de la República ni pueden abjurar de su pasado ni necesariamente van a dejar de conducirse de una manera acorde a las ideas que profesan (lo que puede tener consecuencias que a muchos se les antojarán desagradables, especialmente en el caso de que sea elegido Presidente de la República un personaje público de ideas un tanto radicales).

La forma de remediar hasta cierto punto esto a menudo es elegir como Presidente de la República a personajes conocidos procedentes de ámbitos ajenos a la política lo más desideologizados que sea posible. Pero el contra de esto es que implica la concesión de poderes políticos -por pocos que sean- a individuos que es probable que no sepan moverse en ambientes políticos, por haber permanecido ajenos a ellos durante toda su vida anterior.

Y otra forma de impedir una Presidencia de la República excesivamente polarizante es la que se suele ensayar en Alemania, que es la consistente en nombrar para el cargo a personajes políticos de segunda fila. Sin embargo, pienso que esta solución crea más inconvenientes de los que resuelve, fundamentalmente en tanto que, pese a que impide que la Presidencia de la República sea elemento particular de confrontación (al ser inhabitual que accedan a la Jefatura del Estado personajes políticos demasiado destacados que susciten pasiones excesivamente fuertes y encontradas), a la vez resta valor a la que se presume la primera dignidad política del país, que recae sobre políticos que difícilmente serían más mediocres si se entrenasen con ese fin.

Todos estos problemas artificiosos desaparecen en el modelo monista. Éste parte de dos ideas que son las que yo comparto, y que son por un lado la de la imposibilidad de la neutralidad en política, que además ni siquiera se considera deseable (se asume que nunca llueve a gusto de todos, y que por ende no vale la pena intentar crear falsos espacios de neutralidad, siendo más sensato dar a todos la oportunidad de que las cosas se hagan a su manera sin necesidad de disimularlo); y por el otro la de que nadie representará tan adecuadamente a la nación ante el extranjero ni liderará tan adecuadamente al pueblo en el interior de la nación como aquel que realmente tiene en sus manos el Gobierno de la misma, y, por ende, el mayor poder para hacer y deshacer en su seno. Ahora bien, que sea partidario de ejecutivos monistas, no quita para que sea a su vez partidario de crear cauces que hagan posible al elector optar entre Ejecutivos más o menos plurales y/o monolíticos. Que a menudo considero que es lo que falta en países como los EEUU. A nivel federal, que no estatal. De hecho, la existencia de ejecutivos colegiados cuyos cargos son electivos total o parcialmente a nivel estatal estadounidense es una idea que creo que debería incorporarse a los ordenamientos jurídicos europeos, aunque con una leve corrección. A mi modo de ver, el elector debería poder decidir si establece un ejecutivo más o menos compacto, y la forma de hacerlo sería permitir al Jefe de Estado y de Gobierno presentarse a las elecciones a todos los puestos electivos del Gobierno, y delegar los cargos discrecionalmente en el caso de ganar los comicios.

La razón de que sea partidario de esto (que, aunque pueda parecerlo, no contradice en nada el monismo al que he declarado estar adscrito) es que tendencialmente el poder ejecutivo es el más importante de los tres poderes clásicos. El más expansivo y el que, por lo tanto, mayor peligro corre de desbordarse sobre los otros y sobre la ciudadanía, asfixiándo al resto del Estado y a la sociedad merced a su abrumador poderío, respaldado además por el control sobre las Fuerzas Armadas. Este es el principal argumento de entre los que me mueven a profesar la idea de que limitarse a separar los poderes a rajatabla no es la mejor solución que se le puede dar al problema de la separación y el equilibrio de poderes. Pienso que puede ser bueno que el poder ejecutivo, por ser el más poderoso -y por ende peligroso- de los poderes del Estado, esté sujeto a posible fraccionamiento interno en múltiples poderes, caso de decidirlo así una suficiente mayoría popular, aunque sin impedir que esa misma mayoría pueda decidir lo contrario, pues eso implicaría consagrar la perpétua debilidad ejecutiva. Lo que, inevitablemente, redundaría en perjuicio para la cohesión interior del país, y para la imagen exterior del mismo.

Igualmente, creo que hay que desproveer al poder ejecutivo de capacidad para usurpar al legislativo o al judicial las atribuciones que en justicia les corresponden (por ejemplo: creo que, excepto en aquellas cuestiones directamente relacionadas con la seguridad nacional o con las Fuerzas Armadas, ni el Gobierno ni ninguno de sus miembros aisladamente considerados deberían estar provistos de iniciativa legislativa). Pero nada hay de malo ni de peligroso en que las personas que desempeñen funciones ejecutivas o judiciales a su vez sean legisladores, siempre que representen a las circunscripciones con sede en las cuales ejerzan las anteriores funciones, y que las vías de acceso a las asambleas legislativas y a los Gobiernos estén totalmente desvinculadas las unas de las otras. Y lo mismo creo en relación al servicio en poderes ejecutivos y/o legislativos en diferentes niveles territoriales. Siempre que las competencias se ejerzan con sede en los mismos territorios, no veo el menor inconveniente en que se encabecen dos ejecutivos. Creo que la mayor parte de los problemas que esta práctica pudiera ocasionar se solucionarían fácilmente aplicando el mecanismo de la delegación antes expuesto al mencionar la posible acumulación de cargos públicos electivos en el seno de un mismo Gobierno.

Ahora es a ustedes a los que les toca reflexionar sobre este asunto. Espero que toda esta explicación y la breve conclusión final os hayan reportado alguna utilidad, por poca que sea. Un abrazo, y espero que paseis un buen día, y que nuestro Señor y Dios, Jesucristo, tenga a bien bendecirnos a todos. IHS

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